lunes, 13 de febrero de 2012

EL NIÑO CON EL PIJAMA DE RAYAS CAPITULO I Y II


John Boyne

EL NIÑO CON EL

PIJAMA DE RAYAS
Traducción del inglés de


Gemma Rovira Ortega
salamandra
Título original:


The Boy in the Striped Pyjamas


Ilustración de la cubierta: Reproducida por acuerdo con

Random House Children's Books, parte de Random House Group Ltd.


Copyright

© John Boyne, 2006


Copyright de la edición en castellano

© Ediciones Salamandra, 2007


Publicaciones y Ediciones Salamandra, S.A.

Almogavers, 56, 7°

2' - 08018 Barcelona - Tel. 93 215 11 99


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establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por

cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento

informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler

o préstamo públicos.

ISBN: 978-84-9838-079-8

Depósito legal: B-34.937-2007

1* edición, febrero de 2007

5" edición, junio de 2007


Printed in Spain


Impresión: Romanyà-Valls, Pl. Verdaguer, 1

Capellades, Barcelona


para Jamie Lynch


El descubrimiento de Bruno
Una tarde, Bruno llegó de la escuela y se llevó una


sorpresa al ver que Maríaa, la criada de la familia —que

siempre andaba cabizbaja y no solía levantar la vista

de la alfombra—, estaba en su dormitorio sacando

todas sus cosas del armario y metiéndolas en cuatro

grandes cajas de madera; incluso las pertenencias que

él había escondido en el fondo del mueble, que eran

suyas y de nadie más.

—¿Qué haces? —le preguntó con toda la educación

de que fue capaz, pues, aunque no le hizo ninguna

gracia encontrarla revolviendo sus cosas, su madre

siempre le recordaba que tenía que tratarla con respeto

y no limitarse a imitar el modo en que Padre se

dirigía a la criada—. No toques eso.

Maria sacudió la cabeza y señaló la escalera, detrás

de Bruno, donde acababa de aparecer la madre

del niño. Era una mujer alta y de largo cabello pelirrojo,

recogido en la nuca con una especie de redecilla.

Se retorcía las manos, nerviosa, como si hubiera

algo que le habría gustado no tener que decir o algo

que le habría gustado no tener que creer.

—Madre —dijo Bruno—, ¿qué pasa? ¿Por qué

Maria está revolviendo mis cosas?

—Está haciendo las maletas.

—¿Haciendo las maletas? —repitió él, y repasó

a toda prisa los días anteriores, considerando si

se había portado especialmente mal o si había pronunciado

aquellas palabras que tenía prohibido

pronunciar, y si por eso lo castigarían mandándolo a

algún sitio. Pero no encontró nada. Es más, en los últimos

días se había portado de forma perfectamente

correcta y no recordaba haber causado ningún problema—.

¿Por qué? —preguntó entonces—. ¿Qué he

hecho?

Pero Madre ya había subido a su dormitorio,

donde Lars, el mayordomo, estaba recogiendo sus

cosas. La mujer echó un vistazo, suspiró y alzó las

manos con gesto de frustración antes de volver hacia

la escalera. En ese momento Bruno subía, porque no

pensaba olvidar el asunto sin haber recibido una explicación.

—Madre —insistió—, ¿qué pasa? ¿Vamos a mudarnos?

—Ven conmigo —dijo ella, señalando el gran comedor,

donde la semana anterior había cenado el Furias—.

Hablaremos abajo.

Bruno se volvió y bajó la escalera a toda prisa,

adelantando a su madre, de modo que ya la esperaba

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en el comedor cuando ella llegó. La observó un momento

en silencio y pensó que aquella mañana se había

aplicado mal el maquillaje, porque tenía los bordes

de los párpados más rojos de lo habitual, igual que se

le ponían a él cuando se portaba mal, se metía en un

aprieto y acababa llorando.

—Mira, hijo, no tienes que preocuparte —dijo

ella, acomodándose en la silla donde se había sentado

la acompañante del Furias, una rubia hermosísima, y

desde donde ésta se había despedido de Bruno con la

mano cuando Padre cerró las puertas—. Ya verás, de

hecho vas a vivir una gran aventura.

—¿Qué aventura? ¿Vais a mandarme a algún sitio?

—No, no te vas sólo tú —repuso ella, y por un instante

pareció que quería sonreír—. Nos vamos todos.

Tú, Gretel, tu padre y yo. Los cuatro.

Bruno arrugó la nariz. No le importaba demasiado

que enviaran a Gretel a algún sitio, porque ella era

tonta de remate y no hacía más que fastidiarlo, pero

le pareció un poco injusto que todos tuvieran que irse

con ella.

—Pero ¿adónde? —preguntó—. ¿Adonde nos vamos?

¿Por qué no podemos quedarnos aquí?

—Es por el trabajo de tu padre. Ya sabes lo importante

que es, ¿verdad?

—Sí, claro. —Bruno asintió con la cabeza. Siempre

acudían muchas visitas a la casa (hombres con

uniformes fabulosos y mujeres con máquinas de escribir

que él no podía tocar con las manos sucias), y

todos se mostraban muy educados con su padre y co-

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mentaban que era un hombre con porvenir y que el

Furia tenía grandes proyectos para él.

—Bueno, pues a veces, cuando alguien es muy

importante —continuó Madre—, su jefe le pide que

vaya a algún sitio para hacer un trabajo muy especial.

—¿Qué clase de trabajo? —preguntó Bruno, porque

sinceramente (y él siempre procuraba ser sincero

consigo mismo) no estaba del todo seguro de en qué

consistía el trabajo de Padre.

Un día, en la escuela, todos habían hablado de sus

padres y Karl había dicho que el suyo era verdulero, y

Bruno sabía que era verdad porque regentaba la verdulería

del centro de la ciudad. Y Daniel había dicho que

su padre era maestro, y Bruno sabía que era verdad

porque enseñaba a los chicos mayores, aquellos a quienes

no era conveniente acercarse. Y Martin había dicho

que su padre era cocinero, y Bruno sabía que era

verdad porque cuando iba a buscar a su hijo a la escuela

siempre llevaba una bata blanca y un delantal de cuadros

escoceses, como si acabara de salir de la cocina.

Pero cuando le preguntaron a Bruno qué hacía su

padre, él abrió la boca para contestar y entonces se

dio cuenta de que no lo sabía. Sólo podía decir que

era un hombre con porvenir y que el Furias tenía

grandes proyectos para él. Bueno, eso y que tenía un

uniforme fabuloso.

—Es un trabajo muy importante —dijo Madre

tras vacilar un instante—. Un trabajo para el que se requiere

un hombre muy especial. Lo entiendes, ¿verdad?

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¿Y tenemos que ir todos?


—Por supuesto. No querrás que Padre vaya solo

a hacer ese trabajo y que esté triste, ¿no?

—No, claro —concedió Bruno.

—Padre nos añoraría mucho si no nos tuviera a

su lado —añadió ella.

—¿A quién añoraría más? ¿A mí o a Gretel?

—Os añoraría a ambos por igual —afirmó Madre,

porque no le gustaba mostrar favoritismos, algo

que Bruno respetaba, sobre todo porque sabía que en

el fondo él era su favorito.

—Pero ¿y la casa? ¿Quién cuidará de ella mientras

estemos fuera?

La madre suspiró y paseó la mirada por la habitación

como si no fuera a verla nunca más. Era una

casa muy bonita, con cinco plantas, contando el sótano

donde el cocinero preparaba las comidas y donde

Maria y Lars se sentaban a la mesa y discutían y se

llamaban cosas que no había que llamar a nadie. Y contando

también la pequeña buhardilla de ventanas inclinadas

que había en lo alto del edificio, desde donde

Bruno podía contemplar todo Berlín si se ponía de

puntillas y se aferraba al marco.

—De momento tenemos que cerrar la casa —dijo

Madre—. Pero algún día regresaremos.

—¿Y el cocinero?

¿Y Lars? ¿Y Maria? ¿No seguirán


viviendo aquí?

—Ellos vienen con nosotros. Pero basta de preguntas.

Quiero que subas y ayudes a Maria a hacer tus

maletas.

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El niño se levantó, pero no fue a ninguna parte.

Necesitaba aclarar unas cuantas cosas más antes de

dar el tema por zanjado.

—¿Y está muy lejos? —preguntó—. Ese sitio al.

que vamos. ¿Está a más de un kilómetro?

—¡Qué gracia! —exclamó Madre, y rió de manera

extraña, porque no parecía contenta, desviando

la mirada como para evitar que su hijo le viera? la

cara—. Sí, Bruno, está a más de un kilómetro. La

verdad es que está bastante más lejos.

Bruno abrió mucho los ojos y sus labios forma- .

ron una O. Notó que los brazos se le extendían hacia

los lados, como solía ocurrirle cuando algo le sorprendía.

—No querrás decir que nos vamos de Berlín,

¿verdad? —repuso, intentando tomar aire al mismo

tiempo que pronunciaba aquellas palabras.

—Me temo que sí —dijo Madre, asintiendo

tristemente con la cabeza—. El trabajo de tu padre

es...

—Pero ¿y la escuela? —la interrumpió Bruno,

algo que sabía que no debía hacer, aunque supuso que

en aquella ocasión su madre le perdonaría—. ¿Y Karl

y Daniel y Martin? ¿Cómo sabrán ellos dónde estoy

cuando queramos hacer cosas juntos?

—Tendrás que despedirte de tus amigos por un

tiempo. Pero descuida, volverás a verlos más adelante.

Y no interrumpas a tu madre cuando te habla, por favor

—añadió, pues pese a que aquélla era una noticia

extraña y desagradable, no había ninguna necesidad

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de que Bruno incumpliera las normas de educación

que le habían inculcado.

—¿Despedirme de ellos? —preguntó el niño mirándola

fijamente—. ¿Despedirme de ellos? —repitió,

escupiendo las palabras como si tuviera la boca

llena de trocitos de galleta masticados—. ¿Despedirme

de Karl y Daniel y Martin? —continuó, subiendo

peligrosamente el tono hasta casi gritar, algo que no

le estaba permitido dentro de casa—. ¡Pero si son

mis tres mejores amigos para toda la vida!

—Bueno, ya harás nuevas amistades —dijo Madre

quitándole importancia con un ademán, como si

fuera fácil encontrar a tres mejores amigos para toda

la vida.

—Es que nosotros teníamos planes —protestó

él.

—¿Planes? —Madre enarcó las cejas—. ¿Qué

clase de planes?

—Eso no puedo decírtelo —contestó Bruno,

ya que sus planes consistían en portarse mal, sobre

todo al cabo de unas semanas, cuando terminara el

curso escolar y empezaran las vacaciones de verano.

Entonces no tendrían que pasar todo el día sólo haciendo

planes, sino que podrían ponerlos en práctica.

—Lo siento, hijo, pero tus planes tendrán que

esperar. No tenemos alternativa.

—Pero...

—Basta, Bruno —espetó ella con brusquedad,

poniéndose en pie para demostrarle que lo decía en

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serio—. Precisamente la semana pasada te quejabas

de cómo habían cambiado las cosas en los últimos

tiempos.

—Bueno, es que no me gusta que ahora haya

que apagar todas las luces por la noche —admitió

él.

—Eso lo hace todo el mundo. Así nos protegemos.

Y quién sabe, quizá estemos más seguros si nosj

marchamos. Bueno, ahora quiero que subas y ayudes

a Maria a hacer tus maletas. No tenemos tanto tiempo

como me habría gustado para prepararnos, gracias

a ciertas personas.

Bruno asintió y se alejó cabizbajo, consciente de

que «ciertas personas» era una expresión que utilizaban

los adultos y que significaba «Padre», y que él no

debía emplearla.

Subió despacio la escalera, sujetándose a la barandilla

con una mano mientras se preguntaba si en

la casa nueva de aquel sitio nuevo donde estaba el

trabajo nuevo de su padre habría una barandilla tan

fabulosa como aquélla para deslizarse. Porque la barandilla

de su casa arrancaba del último piso —justo

enfrente de la pequeña buhardilla desde donde, si se

ponía de puntillas y se aferraba al marco de la ventana,

podía contemplar todo Berlín—, discurría hasta

la planta baja y terminaba justo enfrente de la enorme

puerta de roble de doble hoja. Y no había nada

que a Bruno le gustara más que montarse en la barandilla

en el último piso y deslizarse por toda la casa

haciendo «zuuum».

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Bajaba desde el último piso hasta el siguiente,

donde se encontraban el dormitorio de sus padres y

el cuarto de baño grande que no le dejaban utilizar.

Continuaba hasta el siguiente, donde estaba su

dormitorio y el de Gretel, y el cuarto de baño más

pequeño que sí le dejaban utilizar y que en realidad

habría debido utilizar más a menudo.

Y seguía hasta la planta baja, donde se caía del

extremo de la barandilla. Debía aterrizar con los dos

pies si no quería recibir una penalización de cinco

puntos y verse obligado a empezar de nuevo.

La barandilla era lo mejor de la casa —eso y que

los abuelos vivían muy cerca—. Cuando reparó en

aquello, Bruno se preguntó si ellos irían también al

sitio del nuevo trabajo y supuso que sí, porque ¿cómo

iban a dejarlos allí? A Gretel nadie la necesitaba mucho

porque era tonta de remate —todo habría sido

más fácil si ella se hubiera quedado al cuidado de la

casa—, pero los abuelos... Hombre, aquello era muy

distinto.

Subió despacio la escalera hacia su dormitorio,

pero antes de entrar miró hacia abajo y vio a Madre

abriendo la puerta del despacho de Padre, que se comunicaba

con el comedor —y donde estaba Prohibido

Entrar Bajo Ningún Concepto y Sin Excepciones—,

y la oyó gritarle hasta que Padre gritó mucho

más fuerte que ella, poniendo fin a la conversación.

Entonces la puerta del despacho se cerró y Bruno no

oyó nada más, de modo que le pareció buena idea

volver a su habitación y encargarse personalmente

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de hacer las maletas; de lo contrario, María sacaría

todas sus cosas del armario sin cuidado ni consideración,

incluso las pertenencias que él había escondido

en el fondo del mueble y que eran suyas y de nadie

más.


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La casa nueva

Cuando vio su casa nueva por primera vez, Bruno

abrió los ojos desmesuradamente, sus labios formaron

una O y los brazos se le extendieron hacia los lados.

Era todo lo contrario de su antigua casa y no

podía creer que de verdad fueran a vivir allí.

La casa de Berlín estaba en una calle tranquila

donde había otras también muy grandes, y le gustaba

contemplarlas porque eran casi iguales a la suya,

aunque no idénticas, y en ellas vivían otros niños con

los que Bruno jugaba (si eran amigos) o a los que no

se acercaba (si eran rivales). La nueva, en cambio, estaba

aislada, en un sitio vacío y desolado, y no había

ninguna otra casa cerca, lo que significaba que no

habría otras familias en el vecindario ni otros niños

con los que jugar, ni amigos ni rivales.

La casa de Berlín era enorme, y pese a que Bruno

había vivido nueve años en ella, todavía encontraba

rincones y recovecos que no había explorado a fondo.

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Incluso había habitaciones enteras —como el despacho

de Padre, donde estaba Prohibido Entrar Bajo

Ningún Concepto y Sin Excepciones— en las que

apenas había curioseado. Sin embargo, la casa nueva

sólo tenía dos plantas: un piso superior donde estaban

los tres dormitorios y el único cuarto de baño, y

una planta baja donde se encontraban la cocina, el

comedor y el nuevo despacho de Padre (sujeto, presumiblemente,

a las mismas restricciones que el antiguo).

También había un sótano, donde dormía el

servicio.

Alrededor de la de Berlín había otras calles con

grandes casas, y cuando caminabas hacia el centro de

la ciudad siempre encontrabas personas que paseaban

y se paraban para charlar un momento, y personas que

pasaban con prisa y decían que no tenían tiempo de

pararse, aquel día no, porque aquel día tenían un

montón de cosas que hacer. Había tiendas con llamativos

escaparates y puestos de fruta y verdura con

enormes bandejas de coles, zanahorias, coliflores y

mazorcas de maíz. En algunos apenas cabían los

puerros, champiñones, nabos y coles de Bruselas; había

otros con lechugas, judías verdes, calabacines y

chirivías. A veces Bruno se plantaba delante de aquellos

puestos, cerraba los ojos y aspiraba sus aromas;

la dulce mezcla de efluvios de toda aquella materia

viva le producía un ligero mareo. Pero alrededor de

la casa nueva no había otras calles, ni nadie paseando

tranquilamente ni caminando con prisa, y por supuesto,

tampoco ninguna tienda ni puestos de fruta

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y verdura. Cuando cerraba los ojos, sólo notaba vacío

y frío alrededor, como si se hallara en el lugar

más solitario del planeta. Era como el fondo de la

nada.

En Berlín la gente sacaba mesas a la calle, y a veces,

cuando Bruno volvía caminando de la escuela

con Karl, Daniel y Martin, había hombres y mujeres

sentados a aquellas mesas, tomando bebidas espumosas

y riendo a carcajadas; la gente que se sentaba a

aquellas mesas debía de ser muy graciosa, pensaba

él, porque dijeran lo que dijesen siempre había alguien

que se reía. Sin embargo, la casa nueva tenía

algo que hizo pensar a Bruno que allí nunca se reía

nadie; que no había nada de qué reírse y nada de qué

alegrarse.

—Me parece que nos hemos equivocado —opinó

Bruno unas horas después de su llegada, mientras

Maria deshacía las maletas en el piso de arriba. (María

no era la única criada en la casa nueva: había otras

tres que estaban muy flacas y casi nunca hablaban entre

ellas, salvo esporádicos susurros. También había

un anciano que, según dijeron a Bruno, se encargaría

de preparar las hortalizas todos los días y servirles la

comida en el comedor, y que parecía muy desdichado

y un poco malhumorado.)

—A nosotros no nos corresponde pensar —dijo

Madre mientras abría una caja que contenía un juego

de sesenta y cuatro vasitos que los abuelos le habían

regalado cuando se casó con Padre—. Ciertas personas

toman las decisiones por nosotros.

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Como no sabía qué significaba aquello, Bruno

fingió no haberla oído.

—Me parece que nos hemos equivocado —repitió—.

Creo que lo mejor será olvidar todo esto y volver

a casa. La experiencia es la madre de la ciencia

—añadió, una frase que había aprendido hacía poco

y que le gustaba utilizar siempre que era posible.

Madre sonrió y colocó los vasos con cuidado encima

de la mesa.

—Te voy a enseñar otro refrán —dijo—: «Al mal

tiempo, buena cara.»

—Pues yo no veo que pongamos buena cara.

Creo que deberías decirle a Padre que has cambiado

de idea. Si no hay más remedio que pasar el resto

del día aquí, y cenar y quedarnos a dormir esta noche

porque todos estamos cansados, no importa, pero mañana

tendríamos que levantarnos temprano si queremos

llegar a Berlín antes de la hora de merendar.

Madre suspiró.

—Bruno, ¿por qué no subes y ayudas a Maria a

deshacer las maletas? —dijo.

—¿Para qué voy a deshacer las maletas si sólo vamos

a...?

—¡Sube, Bruno, por favor! —le espetó Madre,

porque al parecer no había inconveniente en que ella

lo interrumpiera a él, pero no funcionaba igual a la

inversa—. Estamos aquí, hemos llegado, éste será

nuestro hogar en el futuro inmediato y tenemos que

poner al mal tiempo buena cara. ¿Me has entendido?

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Bruno no sabía qué significaba «el futuro inmediato

», y así lo dijo.

—Significa que ahora vivimos aquí —explicó Madre—.

Y no se hable más.

Al niño le dio un retortijón; algo crecía en su interior,

algo que cuando ascendiera de las profundidades

de su ser y saliera al mundo exterior le haría

gritar y chillar que todo aquello era una equivocación

y una injusticia y un grave error por el que alguien

pagaría tarde o temprano, o que sencillamente

le haría prorrumpir en llanto. No entendía cómo habían

podido llegar a aquella situación. Él estaba tan

tranquilo, jugando en su casa, con sus tres mejores

amigos para toda la vida, deslizándose por la barandilla

de la escalera, intentando ponerse de puntillas

para contemplar todo Berlín, y de pronto se encontraba

atrapado allí, en aquella casa fría y horrible con

tres criadas que hablaban en susurros y un camarero

de aspecto desdichado y malhumorado, donde parecía

que nadie podría estar alegre nunca.

—Bruno, he dicho que subas y deshagas las maletas

ahora mismo —le ordenó Madre con aspereza.

El supo que hablaba en serio, así que dio media

vuelta y se marchó sin decir nada más. Las lágrimas

se le acumulaban en los ojos, pero no permitiría que se

vertieran.

Subió al piso de arriba y se giró lentamente, describiendo

un círculo completo, con la esperanza de

descubrir una pequeña puerta o un armario que más

tarde podría explorar, pero no había nada. En aquella

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planta sólo había cuatro puertas, dos a cada lado del

pasillo, enfrentadas. Una daba a su dormitorio, otra

al dormitorio de Gretel, otra al dormitorio de Madre

y Padre y otra al cuarto de baño.

—Este no es mi hogar y nunca lo será —masculló

al entrar en su habitación y encontrar toda su

ropa esparcida por la cama y las cajas de juguetes y

libros todavía por vaciar. Era evidente que Maria no

tenía claras sus prioridades—. Mi madre me ha dicho

que venga a ayudarte —dijo con voz-queda.

Maria asintió y señaló una gran bolsa que contenía

todos sus calcetines, camisetas y calzoncillos.

—Si quieres, separa todo eso y ve poniéndolo

en esa cómoda de ahí. —Señaló un feo mueble al

fondo de la habitación, junto a un espejo cubierto

de polvo.

Bruno suspiró y abrió la bolsa repleta de ropa interior.

Le habría encantado meterse dentro y confiar

en que cuando saliera habría despertado y se encontraría

de nuevo en su casa.

—«¿Tú qué piensas de todo esto, Maria? —preguntó

tras un largo silencio; siempre había sentido

simpatía por Maria, a quien consideraba una más de

la familia, pese a que Padre dijera que sólo era una

criada y con un sueldo excesivo, por cierto.

—¿De qué?

—De esto —dijo él, como si fuera lo más obvio

del mundo—. De que hayamos venido a un sitio

como éste. ¿No crees que hemos cometido un grave

error?

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—Yo no soy nadie para opinar sobre eso, señorito

Bruno —repuso Maria—. Tu madre ya te ha explicado

que el trabajo de tu padre...

—Jo, estoy harto de oír hablar del trabajo de Padre!

Es de lo único que se habla, la verdad. El trabajo

de Padre no sé qué y el trabajo de Padre no sé cuántos.

Mira, si ese trabajo significa que tenemos que irnos

de casa y que tengo que dejar la barandilla de la

escalera y a mis tres mejores amigos para toda la vida,

creo que Padre debería replantearse su trabajo, ¿no te

parece?

Entonces se oyó un chirrido proveniente del pasillo.

Bruno se asomó y vio cómo se abría un poco la

puerta de la habitación de Madre y Padre. Se quedó

paralizado. Madre seguía abajo, lo cual significaba

que Padre estaba allí y que quizá hubiera oído lo que

Bruno acababa de decir. Se quedó mirando la puerta,

casi sin atreverse a respirar, temiendo que Padre saliera

de repente para llevárselo abajo y leerle la cartilla.

La puerta se abrió un poco más y Bruno dio un

paso atrás al ver aparecer una figura, pero no era Padre.

Era un hombre mucho más joven y más bajo que

Padre, aunque vestía el mismo tipo de uniforme, sólo

que sin tantos adornos. Estaba muy serio y llevaba la

gorra firmemente calada. Bruno vio que tenía el pelo

muy rubio alrededor de las sienes, de un rubio casi

artificial. Llevaba una caja en las manos y se dirigía

hacia la escalera, pero se paró un momento al ver a

Bruno allí plantado, observándolo. Lo miró de arriba

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abajo como si fuera la primera vez que veía a un

niño y no estuviera muy seguro de qué hacer con él:

comérselo, hacer caso omiso de él o pegarle una patada

y echarlo escaleras abajo. Al final lo saludó con

un rápido gesto y siguió su camino.

—¿Quién era ése? —preguntó Bruno. Parecía un

joven tan serio y tan agobiado que debía de tratarse

de alguien muy importante.

—Uno de los soldados de tu padre, supongo

—contestó Maria, que al ver aparecer al joven se había

puesto muy tiesa y juntado las manos delante del

pecho como si rezara. En lugar de mirarlo a la cara,

había bajado la vista al suelo, como si temiera convertirse

en piedra si atisbaba sus ojos; no se relajó hasta

que el joven se hubo marchado—. Ya los iremos conociendo.

—Creo que no me cae bien. Parece demasiado

serio.

—Tu padre también es muy serio —observó Maria.

—Sí, pero él es Padre. Los padres han de ser serios.

Tanto da que sean verduleros, maestros, cocineros

o comandantes —añadió, enumerando todos los

trabajos que sabía que hacían los padres decentes y

respetables y sobre cuyos títulos había meditado en

numerosas ocasiones—. Y no me parece a mí que ése

sea un padre. Aunque se lo veía muy serio, eso sí.

—Bueno, es que tienen un trabajo muy serio

—suspiró la criada—. O al menos eso creen ellos. Pero

yo en tu lugar evitaría a los soldados.

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—Aparte de eso, no veo qué otra cosa puedo hacer—

dijo Bruno con tristeza—. Ni siquiera creo que

haya alguien con quien jugar que no sea Gretel. Menudo

consuelo. Gretel es tonta de remate.

De nuevo sintió ganas de llorar, pero se contuvo,

pues no quería parecer un niño pequeño delante de

Maria. Echó un vistazo al dormitorio, intentando

descubrir algo interesante. No había nada, o al menos

eso parecía. Pero entonces le llamó la atención

una cosa. En el lado opuesto al de la puerta había una

ventana que arrancaba del techo y se prolongaba a

lo largo de la pared, parecida a la de la buhardilla de

la casa de Berlín, sólo que no estaba tan alta. Bruno la

miró y pensó que quizá podría ver por ella sin necesidad

de ponerse de puntillas.

Se acercó poco a poco, con la esperanza de divisar

Berlín y su casa y las calles aledañas y las mesas

donde los vecinos se sentaban a tomar sus bebidas espumosas

y contarse historias graciosísimas. Avanzó

despacio porque no quería llevarse un chasco. Pero

como aquél era el dormitorio de un niño, no tuvo que

caminar demasiado para llegar a la ventana. Pegó la

cara al cristal y vio lo que había fuera, y esta vez, si

bien sus ojos se abrieron desmesuradamente y sus labios

formaron una O, sus manos permanecieron pegadas

a los costados porque algo le hizo sentir un frío

y un temor muy intensos.

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