lunes, 20 de febrero de 2012

EL NIÑO CON EL PIJAMA DE RAYAS CAP. 3 Y 4




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La tonta de remate





Bruno estaba seguro de que habría sido mejor dejar a

Gretel en Berlín cuidando la casa, porque sólo daba

problemas. De hecho, más de una vez había oído decir

que Gretel había sido un Problema Desde el Primer

Día.

Su hermana era tres años mayor que Bruno y

desde que él tenía uso de razón le había dejado muy

claro que en lo relativo a los asuntos del mundo, sobre

todo cualquier asunto del mundo que afectara a

ambos, quien mandaba era ella. A Bruno no le gustaba

admitir que le tenía un poco de miedo, pero sinceramente

—y él siempre procuraba ser sincero consigo

mismo— debía aceptar que así era.

Gretel tenía unas costumbres muy desagradables,

como suele pasar con todas las hermanas. Para empezar,

se entretenía demasiado en el cuarto de baño por

las mañanas, sin importarle que Bruno estuviese esperando

fuera dando saltitos, aguantándose el pis.




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Tenía una vasta colección de muñecas en los estantes

que cubrían las paredes de su habitación, y cuando

Bruno entraba allí las muñecas clavaban sus ojos

en él y lo seguían con la mirada, observando todos

sus movimientos. Bruno estaba convencido de que si

entrara en la habitación de Gretel para explorar cuando

ella no estuviese en casa, luego las muñecas se lo

contarían todo. Además, tenía unas amigas muy antipáticas

que por lo visto pensaban que era muy divertido

burlarse de él, pero él jamás habría permitido

algo así si hubiera sido tres años mayor que su hermana.

Daba la impresión de que a las amigas antipáticas

de Gretel no había nada que les gustara más que

torturarlo y decirle cosas desagradables cuando no

estaban cerca Madre ni Maria.

—Bruno no tiene nueve años, sólo tiene seis

—decía siempre uno de aquellos monstruos, con un

sonsonete, bailando alrededor de él e hincándole

un dedo en las costillas.

—Tengo nueve —protestaba él, intentando alejarse.

—Entonces ¿por qué eres tan bajito? —preguntaba

el monstruo—. Todos los niños de nueve años

son más altos que tú.

Aquello era cierto, y se trataba de una cuestión

particularmente delicada para Bruno. El no ser tan

alto como los demás niños de su clase era una fuente

de constante amargura. De hecho, sólo les llegaba

por los hombros. Cuando caminaba por la calle con

Karl, Daniel y Martin, a veces la gente lo tomaba por




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el hermano pequeño de uno de ellos, cuando en realidad

era el segundo en edad.

—Venga, di la verdad: sólo tienes seis años —insistía

el monstruo.

Bruno se iba corriendo y hacía sus estiramientos

y confiaba en que una mañana despertaría y habría

crecido un palmo o dos.

Así que una de las ventajas de no estar en Berlín

era que ninguna de aquellas brujas aparecería para

martirizarlo. Otra ventaja de verse obligado a permanecer

en la casa nueva un tiempo, incluso un mes

entero, era que quizá hubiera crecido cuando volvieran

a su verdadera casa, y entonces ellas ya no podrían

maltratarlo. Aquello era algo que debía recordar

si quería seguir la sugerencia de Madre: poner al mal

tiempo buena cara.

Irrumpió en la habitación de Gretel sin llamar a

la puerta y la encontró distribuyendo su ejército de

muñecas por los estantes de las paredes.

—¿Qué haces aquí? —le gritó ella, volviéndose

rápidamente—. ¿No sabes que no se entra en la habitación

de una dama sin llamar a la puerta?

—¿Te has traído todas las muñecas? —preguntó

Bruno, que tenía la costumbre de contestar a las preguntas

de su hermana con otra pregunta.

—Pues claro. ¿Qué querías que hiciera, dejarlas

en casa? Podrían pasar semanas antes de que volvamos

allí.

—¿Semanas? —repitió él fingiendo decepción,

pero en secreto se alegró porque se había resignado

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a la idea de pasar todo un mes allí—. ¿Estás-segura?

—Se lo he preguntado a Padre y ha dicho que

nos quedaremos aquí en el futuro inmediato.

—¿Qué significa exactamente el futuro inmediato?

—quiso saber Bruno, sentándose en el borde

de la cama.

—Significa las próximas semanas —contestó Gretel

y asintió con la cabeza—. Unas tres semanas.

—Qué alivio. Mientras sea el futuro inmediato y

no un mes entero... Porque esto es horrible.

Gretel lo miró y, por una vez, tuvo que admitir

que estaba de acuerdo con él.

—Ya —dijo—. No es muy bonito, ¿verdad?

—Es horrible —repitió Bruno.

—Bueno, sí. Ahora puede parecer horrible. Pero

cuando arreglemos un poco la casa seguro que no nos

parecerá tan mal. Le oí decir a Padre que quienes vivían

aquí en Auchviz antes que nosotros perdieron

su empleo muy deprisa y no tuvieron tiempo de arreglar

la casa para nosotros.

—¿Auchviz? —preguntó Bruno—. ¿Qué es un

auchviz?

—«Un» Auchviz no, Bruno —suspiró Gretel—.

Sólo Auchviz.

—Bueno, pues ¿qué es Auchviz?

—Es el nombre de la casa. Auchviz.

Bruno reflexionó. Fuera no había visto ningún

letrero con ese nombre, ni nada escrito en la puerta

principal.




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Su casa de Berlín ni siquiera tenía nombre; se llamaba

sencillamente «número cuatro».

—Pero ¿por qué ese nombre? —preguntó, exasperado.

—Auchviz era la familia que vivía aquí antes que

nosotros, supongo —dijo Gretel—. El padre no debía

de hacer bien su trabajo y alguien dijo: «Largaos,

ya buscaremos a otro que sepa hacerlo mejor.»

—Te refieres a Padre.

—Claro —dijo Gretel, que siempre hablaba de

Padre como si él no se equivocara ni se enfadara nunca,

y como si siempre fuese a darle un beso de buenas

noches antes de que ella se durmiera, cosa que, si

Bruno hubiera sido justo y olvidado la tristeza que le

producía la mudanza, habría admitido que Padre

también hacía con él.

—Entonces ¿estamos aquí, en Auchviz, porque

alguien echó a la familia que vivía en esta casa antes

que nosotros?

—Exacto, Bruno. Y ahora, sal de encima de mi

colcha. Me la estás arrugando.

Bruno saltó de la cama y aterrizó en la alfombra

con un ruido sordo. No le gustó: era un sonido muy

hueco, así que decidió que sería mejor no ir dando

saltos por aquella casa porque podía derrumbarse y

caérseles encima.

—Esto no me gusta —repitió por enésima vez.

—Ya lo sé —dijo Gretel—. Pero no podemos hacer

nada, ¿no?

—Echo de menos a Karl, Daniel y Martin.




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—Y yo a Hilda, Isobel y Louise —dijo Gret¿l, y

Bruno intentó recordar cuál de las tres niñas era el

monstruo.

—Los otros niños no parecen nada simpáticos

—comentó, y Gretel, que estaba poniendo una de sus

muñecas más aterradoras en un estante, se dio la vuelta

y lo miró fijamente.

—¿Qué has dicho? —preguntó.

—He dicho que los otros niños no parecen nada

simpáticos.

—¿Los otros niños? —repitió Gretel, desconcertada—.

¿Qué otros niños? Yo no he visto ninguno.

Bruno miró en derredor. En la habitación de

Gretel también había una ventana, pero como estaban

en el otro lado del pasillo, frente a la habitación

de él, la ventana daba a la dirección opuesta. Procurando

mantener un aire de misterio, Bruno se dirigió

hacia la ventana. Metió las manos en los bolsillos de

sus pantalones cortos e intentó silbar una melodía y

esquivar la mirada de su hermana.

—¡Bruno! —dijo ésta—. ¿Qué demonios haces?

¿Te has vuelto loco?

El siguió andando y silbando, sin mirarla, hasta

que llegó a la ventana. Por suerte, era lo bastante baja

para poder mirar por ella. Se asomó y vio el coche

en que habían llegado, así como tres o cuatro coches

más de los soldados de Padre, algunos de los cuales

andaban por allí, fumando cigarrillos y riendo de

algo mientras miraban con nerviosismo hacia el edi-




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ficio. Un poco más allá estaba el camino de la casa, y

más allá había un bosque que parecía ideal para explorar.

—Bruno, ¿quieres hacer el favor de explicarme

qué has querido decir con ese último comentario?

—preguntó Gretel.

—Mira, un bosque —dijo él sin hacerle caso.

—¡Bruno! —le espetó su hermana, avanzando

hacia él con unas zancadas tan grandes que el niño se

apartó de un brinco de la ventana.

—¿Qué? —preguntó fingiendo no saber a qué se

refería.

—Los otros niños. Has dicho que no parecen

nada simpáticos.

—Es verdad. —No quería juzgarlos antes de conocerlos,

pero no tenía más remedio que guiarse por

las apariencias, pese a que Madre le había dicho muchas

veces que aquello no estaba bien.

—Pero ¿qué otros niños? ¿Dónde están?

Bruno sonrió y le indicó que lo acompañara. Ella

resopló y siguió a su hermano; fue a dejar la muñeca

en la cama, pero se lo pensó mejor y la abrazó con

fuerza. Al entrar en el dormitorio de Bruno, Maria

casi la derriba, pues en ese momento salía atropelladamente

llevando lo que parecía un ratón muerto.

—Están ahí fuera —dijo Bruno, mirando por la

ventana. No se dio la vuelta para comprobar si Gretel

había entrado en la habitación; estaba absorto observando

a los niños. Por un momento, hasta olvidó que

su hermana estaba allí.

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Gretel se había detenido en el umbral; se moría

de ganas de mirar también, pero algo en el tono de

Bruno y en el modo como miraba la puso nerviosa.

Su hermano nunca había conseguido engañarla y suponía

que tampoco la estaba engañando en aquel

momento, pero algo en su actitud la hacía dudar sobre

si de verdad quería ver a aquellos niños. Tragó saliva,

ansiosa, y rezó en silencio para que volvieran a

Berlín en el futuro inmediato y no pasado todo un

mes como había apuntado Bruno.

—¿Qué? —dijo el niño al volverse y verla plantada

en el umbral, estrechando su muñeca, con las rubias

trenzas en perfecto equilibrio sobre los hombros,

a punto para recibir un buen tirón—. ¿No quieres

verlos?

—Claro que sí —replicó ella, y avanzó con paso

vacilante—. Quítate de en medio —dijo, propinándole

un codazo.

Hacía una tarde radiante y soleada, y el sol salió

por detrás de una nube en el preciso instante en que

Gretel se asomó a la ventana; pero un momento más

tarde sus ojos se adaptaron a la luz, el sol se ocultó de

nuevo y la niña pudo ver exactamente a qué se refería

Bruno.




CAPÍTULO 4

Lo que vieron por la ventana




Para empezar, no eran niños. Al menos no todos.

Había niños pequeños y niños mayores, pero también

padres y abuelos. Quizá también algunos tíos.

Y unas cuantas personas de las que viven en las calles

y que parecen no tener familia.

—¿Quiénes son? —preguntó Gretel, tan boquiabierta

como solía quedarse su hermano últimamente—.

¿Qué clase de sitio es ése?

—No estoy seguro —dijo Bruno, sin faltar a la

verdad—. Pero no es tan bonito como Berlín, eso sí

lo sé.

—¿Y dónde están las niñas? ¿Y las madres? ¿Y las

abuelas?

—A lo mejor viven en otra zona.

Gretel no quería seguir mirando, pero le resultaba

muy difícil apartar la mirada. Hasta entonces, lo

único que había visto era el bosque hacia el que estaba

orientada su ventana; parecía un poco oscuro, pero




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quizá más allá hubiera algún claro donde hacer rae^

riendas campestres. Sin embargo, desde aquel lado

de la casa el panorama era muy diferente.

A primera vista no estaba tan mal. Justo debajo

de la ventana de Bruno había un jardín bastante

grande y lleno de flores en pulcros y ordenados arriates.

Parecían muy bien cuidados por alguien que hubiera

comprendido que plantar flores en un sitio

como aquél era una buena idea, como lo habría sido,

durante una oscura noche de invierno, encender una

velita en el rincón de un lúgubre castillo situado en

medio de un brumoso páramo.

Más allá de las flores había un bonito adoquinado

con un banco de madera, donde Gretel se imaginó

sentada al sol leyendo un libro. En el respaldo

del banco se veía una placa, pero desde aquella distancia

no logró leer la inscripción. El asiento estaba

orientado hacia la casa, lo cual podía resultar un

poco extraño, pero dadas las circunstancias la niña

lo entendió.

Unos seis metros más allá del jardín y las flores

y el banco con la placa, todo cambiaba: paralela a la

casa discurría una enorme alambrada, con la parte

superior inclinada hacia dentro, que se extendía en

ambas direcciones hasta más allá de donde alcanzaba

la vista. Era una alambrada muy alta, incluso más

que la casa donde se hallaban los niños, y estaba sostenida

por gruesos postes de madera, como los de

telégrafos, repartidos a intervalos. En lo alto, gruesos

rollos de alambre de espino enredados forma-




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ban espirales. Gretel sintió un escalofrío al ver las

afiladas púas.

Detrás de la alambrada no crecía hierba; de hecho,

a lo lejos no se veía ningún tipo de vegetación.

El suelo parecía de arena, y Gretel sólo vio pequeñas

cabanas y grandes edificios cuadrados, separados

entre ellos, y una o dos columnas de humo a lo lejos.

Abrió la boca para decir algo, pero no encontró palabras

para expresar su sorpresa, así que hizo lo único

sensato que se le ocurrió: volver a cerrarla.

—¿Lo ves? —dijo Bruno a su espalda. Estaba

satisfecho de sí mismo porque, fuera lo que fuese

aquello que se veía y fueran quienes fuesen aquellas

personas, él lo había visto primero y podría verlo

siempre que quisiera, puesto que se veía desde su

ventana y no desde la de Gretel. Por tanto, todo

aquello le pertenecía: él era el rey de todo lo que

contemplaban y ella su humilde subdita.

—No lo entiendo —admitió Gretel—. ¿A quién

se le ocurriría construir un sitio tan horrible?

—¿Verdad que es horrible? Me parece que esas

casuchas sólo tienen una planta. Mira qué bajas son.

—Deben de ser casas modernas —sugirió su hermana—.

Padre odia las cosas modernas.

—Entonces no creo que le gusten.

—No —dijo Gretel, y siguió contemplándolas.

Tenía doce años y se la consideraba una de las niñas

más inteligentes de su clase, así que apretó los labios,

entornó los ojos y se exprimió el cerebro para

comprender qué era aquello.




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—Esto debe de ser el campo —concluyó al fin,

volviéndose a mirar a su hermano con expresión de

triunfo.

—¿El campo?

—Sí, es la única explicación, ¿no te das cuenta?

Cuando estamos en casa, en Berlín, estamos en la

ciudad. Por eso hay tanta gente y tantas casas, y tantas

escuelas llenas de niños, y no puedes caminar por

el centro de la ciudad un sábado por la tarde sin que

la multitud te empuje.

—Ya... —asintió Bruno, intentando seguir el razonamiento.

—Pero en clase de Geografía nos enseñaron que

en el campo, donde están los granjeros y los animales,

y donde se cultivan los alimentos, hay zonas inmensas

como ésta donde vive y trabaja la gente que

envía a la ciudad todo lo que nosotros comemos.

—Miró de nuevo por la ventana y contempló la gran

extensión que se abría ante ella, fijándose en las distancias

que había entre las cabanas—. Sí, debe de ser

eso. Es el campo. A lo mejor ésta es nuestra casa de

veraneo —añadió esperanzada.

Bruno reflexionó y negó con la cabeza.

—No lo creo —dijo con convicción.

—Tienes nueve años —replicó Gretel—. ¿Qué

sabrás tú? Cuando tengas mi edad entenderás mucho

mejor estas cosas.

Bruno sabía que era más pequeño, pero no estaba

de acuerdo en que eso le impidiera tener razón.




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—Pero si esto es el campo, como dices, ¿dónde

están todos esos animales de los que hablas?

Gretel abrió la boca para replicar, pero no se le

ocurrió ninguna respuesta adecuada, así que miró de

nuevo y escudriñó el terreno en busca de los animales.

No los había por ninguna parte.

—Si fuera una granja, habría vacas, cerdos, ovejas

y caballos —dijo Bruno—. Y gallinas y patos.

—Pues no hay ninguno —admitió Gretel en voz

baja.

—Y si aquí cultivaran alimentos, como has dicho

—continuó Bruno, disfrutando de lo lindo—, la tierra

tendría mejor aspecto, ¿no crees? No me parece

que se pueda cultivar nada en una tierra tan árida.

Gretel volvió a mirar y asintió con la cabeza; no

era tan tonta como para empeñarse en tener razón

cuando era evidente que no la tenía.

—A lo mejor resulta que no es ninguna granja

—dijo.

—No lo es —confirmó Bruno.

—Y eso significa que esto no es el campo —añadió

ella.

—No, creo que no lo es.

—Y eso también significa que seguramente ésta

no es nuestra casa de veraneo —concluyó Gretel.

—Me parece que no.

Bruno se sentó en la cama y por un instante sintió

ganas de que Gretel se sentara a su lado, lo abrazara

y le asegurara que todo saldría bien y que al final

aquello acabaría gustándoles tanto que ya no que-

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rrían regresar a Berlín. Pero ella seguía mirando por

la ventana, y esta vez no contemplaba las flores ni el

adoquinado ni el banco con la placa ni la alta alambrada

ni los postes de madera ni el alambre de espino

ni la tierra reseca que había detrás ni las cabanas ni

los pequeños edificios ni las columnas de humo: estaba

mirando a la gente.

—¿Quiénes son todas esas personas? —preguntó

con un hilo de voz, como si pensara en voz alta—.

¿Y qué hacen allí?

Bruno se levantó y por primera vez ambos miraron

juntos por la ventana, pegados el uno al otro,

contemplando lo que pasaba más allá de aquella

alambrada levantada a menos de quince metros de

su nuevo hogar.

Allá donde mirasen veían individuos que iban de

un lado a otro; los había altos, bajos, viejos y jóvenes.

Unos estaban de pie, inmóviles, formando grupos,

con los brazos pegados a los costados, intentando

mantener la cabeza erguida, mientras un soldado

pasaba ante ellos gesticulando con la boca muy deprisa,

como si les gritara algo. Algunos formaban

una especie de cadena de presos y empujaban carretillas

a través del campo; salían de un sitio que quedaba

fuera del alcance de la vista y llevaban sus

carretillas detrás de una cabana, donde desaparecían

nuevamente. Unos cuantos estaban cerca de las cabanas

formando grupos, con la vista clavada en el

suelo como si jugaran a pasar inadvertidos. Otros caminaban

con muletas y muchos llevaban vendajes en




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la cabeza. Algunos cargaban palas y eran conducidos

por soldados hacia un sitio que quedaba oculto.

Bruno y Gretel vieron a cientos de personas, pero

había tantas cabanas y el campo se extendía hasta tan

lejos, más allá de donde alcanzaba la vista, que daba

la impresión de que debía de haber miles.

—Y qué cerca de nosotros viven —comentó Gretel

frunciendo el ceño—. En Berlín, en nuestra tranquila

y bonita calle, sólo había seis casas. Y mira

cuántas hay aquí. ¿Cómo se le ocurriría a Padre aceptar

un empleo en un sitio tan horrible y con tantos

vecinos? No tiene sentido.

—Mira allí —dijo Bruno.

Gretel siguió la dirección que señalaba el dedo

de su hermano y vio salir de una lejana cabana a un

grupo de niños y a unos soldados que les gritaban.

Cuanto más les gritaban, más se amontonaban los

niños, pero entonces un soldado se abalanzó sobre

ellos y los niños se separaron e hicieron lo que al parecer

les ordenaban, que era ponerse en fila india.

Cuando lo hicieron, los soldados se echaron a reír y

aplaudieron.

—Deben de estar ensayando algo —sugirió Gretel,

sin tener en cuenta que al parecer algunos niños,

incluso mayores, incluso los que tenían la misma

edad que ella, estaban llorando.

—Ya te decía yo que aquí había niños —dijo

Bruno.

—Pero no son la clase de niños con los que yo

quiero jugar. Mira qué sucios están. Hilda, Isobel y




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Louise se bañan todas las mañanas, como yo. Estos

niños parece que no se hayan bañado en la vida.

—Sí, está todo muy sucio. A lo mejor es que no

tienen cuartos de baño.

—No seas estúpido —le espetó Gretel, pese a

que le habían dicho muchas veces que no debía llamar

estúpido a su hermano—. ¿Cómo no van a tener

cuartos de baño?

—No lo sé —dijo Bruno—. A lo mejor es que no

hay agua caliente.

Gretel siguió mirando unos momentos más; luego

se estremeció y se dio la vuelta.

—Me voy a mi habitación a ordenar mis muñecas

—anunció—. La vista es más bonita desde allí.

Y echó a andar, cruzó el pasillo, entró en su dormitorio

y cerró la puerta, aunque no se puso a ordenar

las muñecas enseguida. Se sentó en la cama y

empezaron a pasarle muchas cosas por la cabeza.

Su hermano se acercó a la ventana y, mientras

contemplaba a aquellos cientos de personas que trajinaban

o deambulaban a lo lejos, reparó en que todos

—los niños pequeños, los niños no tan pequeños, los

padres, los abuelos, los tíos, los hombres que vivían en

las calles y que no parecían tener familia— llevaban la

misma ropa: un pijama gris de rayas y una gorra gris

de rayas.

—Qué curioso —murmuró, y se apartó de la ventana.

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2 comentarios:

  1. k curioso despues de tantos años aun le apacionan las matematicas y sigue teniendo ese compromiso lo admiro despues de 6 años de haber egresado me cae bien soy carlos eduardo olalde melendez correo soul_black91@hotmail.com
    espero se contacte ay algunas cosas k me gustaria ablar con ustd hasta luego

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  2. o buskme en facebook con mi nombre

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