John Boyne
EL NIÑO CON EL
PIJAMA DE RAYAS
Traducción del inglés de
Gemma Rovira Ortega
salamandraTítulo original:
The Boy in the Striped Pyjamas
Ilustración de la cubierta: Reproducida por acuerdo con
Random House Children's Books, parte de Random House Group Ltd.
Copyright
© John Boyne, 2006
Copyright de la edición en castellano
© Ediciones Salamandra, 2007
Publicaciones y Ediciones Salamandra, S.A.
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ISBN: 978-84-9838-079-8
Depósito legal: B-34.937-2007
1* edición, febrero de 2007
5" edición, junio de 2007
Printed in Spain
Impresión: Romanyà-Valls, Pl. Verdaguer, 1
Capellades, Barcelona
para Jamie Lynch
El descubrimiento de Bruno
Una tarde, Bruno llegó de la escuela y se llevó una
sorpresa al ver que Maríaa, la criada de la familia —que
siempre andaba cabizbaja y no solía levantar la vista
de la alfombra—, estaba en su dormitorio sacando
todas sus cosas del armario y metiéndolas en cuatro
grandes cajas de madera; incluso las pertenencias que
él había escondido en el fondo del mueble, que eran
suyas y de nadie más.
—¿Qué haces? —le preguntó con toda la educación
de que fue capaz, pues, aunque no le hizo ninguna
gracia encontrarla revolviendo sus cosas, su madre
siempre le recordaba que tenía que tratarla con respeto
y no limitarse a imitar el modo en que Padre se
dirigía a la criada—. No toques eso.
Maria sacudió la cabeza y señaló la escalera, detrás
de Bruno, donde acababa de aparecer la madre
del niño. Era una mujer alta y de largo cabello pelirrojo,
recogido en la nuca con una especie de redecilla.
Se retorcía las manos, nerviosa, como si hubiera
algo que le habría gustado no tener que decir o algo
que le habría gustado no tener que creer.
—Madre —dijo Bruno—, ¿qué pasa? ¿Por qué
Maria está revolviendo mis cosas?
—Está haciendo las maletas.
—¿Haciendo las maletas? —repitió él, y repasó
a toda prisa los días anteriores, considerando si
se había portado especialmente mal o si había pronunciado
aquellas palabras que tenía prohibido
pronunciar, y si por eso lo castigarían mandándolo a
algún sitio. Pero no encontró nada. Es más, en los últimos
días se había portado de forma perfectamente
correcta y no recordaba haber causado ningún problema—.
¿Por qué? —preguntó entonces—. ¿Qué he
hecho?
Pero Madre ya había subido a su dormitorio,
donde Lars, el mayordomo, estaba recogiendo sus
cosas. La mujer echó un vistazo, suspiró y alzó las
manos con gesto de frustración antes de volver hacia
la escalera. En ese momento Bruno subía, porque no
pensaba olvidar el asunto sin haber recibido una explicación.
—Madre —insistió—, ¿qué pasa? ¿Vamos a mudarnos?
—Ven conmigo —dijo ella, señalando el gran comedor,
donde la semana anterior había cenado el Furias—.
Hablaremos abajo.
Bruno se volvió y bajó la escalera a toda prisa,
adelantando a su madre, de modo que ya la esperaba
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en el comedor cuando ella llegó. La observó un momento
en silencio y pensó que aquella mañana se había
aplicado mal el maquillaje, porque tenía los bordes
de los párpados más rojos de lo habitual, igual que se
le ponían a él cuando se portaba mal, se metía en un
aprieto y acababa llorando.
—Mira, hijo, no tienes que preocuparte —dijo
ella, acomodándose en la silla donde se había sentado
la acompañante del Furias, una rubia hermosísima, y
desde donde ésta se había despedido de Bruno con la
mano cuando Padre cerró las puertas—. Ya verás, de
hecho vas a vivir una gran aventura.
—¿Qué aventura? ¿Vais a mandarme a algún sitio?
—No, no te vas sólo tú —repuso ella, y por un instante
pareció que quería sonreír—. Nos vamos todos.
Tú, Gretel, tu padre y yo. Los cuatro.
Bruno arrugó la nariz. No le importaba demasiado
que enviaran a Gretel a algún sitio, porque ella era
tonta de remate y no hacía más que fastidiarlo, pero
le pareció un poco injusto que todos tuvieran que irse
con ella.
—Pero ¿adónde? —preguntó—. ¿Adonde nos vamos?
¿Por qué no podemos quedarnos aquí?
—Es por el trabajo de tu padre. Ya sabes lo importante
que es, ¿verdad?
—Sí, claro. —Bruno asintió con la cabeza. Siempre
acudían muchas visitas a la casa (hombres con
uniformes fabulosos y mujeres con máquinas de escribir
que él no podía tocar con las manos sucias), y
todos se mostraban muy educados con su padre y co-
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mentaban que era un hombre con porvenir y que el
Furia tenía grandes proyectos para él.
—Bueno, pues a veces, cuando alguien es muy
importante —continuó Madre—, su jefe le pide que
vaya a algún sitio para hacer un trabajo muy especial.
—¿Qué clase de trabajo? —preguntó Bruno, porque
sinceramente (y él siempre procuraba ser sincero
consigo mismo) no estaba del todo seguro de en qué
consistía el trabajo de Padre.
Un día, en la escuela, todos habían hablado de sus
padres y Karl había dicho que el suyo era verdulero, y
Bruno sabía que era verdad porque regentaba la verdulería
del centro de la ciudad. Y Daniel había dicho que
su padre era maestro, y Bruno sabía que era verdad
porque enseñaba a los chicos mayores, aquellos a quienes
no era conveniente acercarse. Y Martin había dicho
que su padre era cocinero, y Bruno sabía que era
verdad porque cuando iba a buscar a su hijo a la escuela
siempre llevaba una bata blanca y un delantal de cuadros
escoceses, como si acabara de salir de la cocina.
Pero cuando le preguntaron a Bruno qué hacía su
padre, él abrió la boca para contestar y entonces se
dio cuenta de que no lo sabía. Sólo podía decir que
era un hombre con porvenir y que el Furias tenía
grandes proyectos para él. Bueno, eso y que tenía un
uniforme fabuloso.
—Es un trabajo muy importante —dijo Madre
tras vacilar un instante—. Un trabajo para el que se requiere
un hombre muy especial. Lo entiendes, ¿verdad?
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—
¿Y tenemos que ir todos?
—Por supuesto. No querrás que Padre vaya solo
a hacer ese trabajo y que esté triste, ¿no?
—No, claro —concedió Bruno.
—Padre nos añoraría mucho si no nos tuviera a
su lado —añadió ella.
—¿A quién añoraría más? ¿A mí o a Gretel?
—Os añoraría a ambos por igual —afirmó Madre,
porque no le gustaba mostrar favoritismos, algo
que Bruno respetaba, sobre todo porque sabía que en
el fondo él era su favorito.
—Pero ¿y la casa? ¿Quién cuidará de ella mientras
estemos fuera?
La madre suspiró y paseó la mirada por la habitación
como si no fuera a verla nunca más. Era una
casa muy bonita, con cinco plantas, contando el sótano
donde el cocinero preparaba las comidas y donde
Maria y Lars se sentaban a la mesa y discutían y se
llamaban cosas que no había que llamar a nadie. Y contando
también la pequeña buhardilla de ventanas inclinadas
que había en lo alto del edificio, desde donde
Bruno podía contemplar todo Berlín si se ponía de
puntillas y se aferraba al marco.
—De momento tenemos que cerrar la casa —dijo
Madre—. Pero algún día regresaremos.
—¿Y el cocinero?
¿Y Lars? ¿Y Maria? ¿No seguirán
viviendo aquí?
—Ellos vienen con nosotros. Pero basta de preguntas.
Quiero que subas y ayudes a Maria a hacer tus
maletas.
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El niño se levantó, pero no fue a ninguna parte.
Necesitaba aclarar unas cuantas cosas más antes de
dar el tema por zanjado.
—¿Y está muy lejos? —preguntó—. Ese sitio al.
que vamos. ¿Está a más de un kilómetro?
—¡Qué gracia! —exclamó Madre, y rió de manera
extraña, porque no parecía contenta, desviando
la mirada como para evitar que su hijo le viera? la
cara—. Sí, Bruno, está a más de un kilómetro. La
verdad es que está bastante más lejos.
Bruno abrió mucho los ojos y sus labios forma- .
ron una O. Notó que los brazos se le extendían hacia
los lados, como solía ocurrirle cuando algo le sorprendía.
—No querrás decir que nos vamos de Berlín,
¿verdad? —repuso, intentando tomar aire al mismo
tiempo que pronunciaba aquellas palabras.
—Me temo que sí —dijo Madre, asintiendo
tristemente con la cabeza—. El trabajo de tu padre
es...
—Pero ¿y la escuela? —la interrumpió Bruno,
algo que sabía que no debía hacer, aunque supuso que
en aquella ocasión su madre le perdonaría—. ¿Y Karl
y Daniel y Martin? ¿Cómo sabrán ellos dónde estoy
cuando queramos hacer cosas juntos?
—Tendrás que despedirte de tus amigos por un
tiempo. Pero descuida, volverás a verlos más adelante.
Y no interrumpas a tu madre cuando te habla, por favor
—añadió, pues pese a que aquélla era una noticia
extraña y desagradable, no había ninguna necesidad
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de que Bruno incumpliera las normas de educación
que le habían inculcado.
—¿Despedirme de ellos? —preguntó el niño mirándola
fijamente—. ¿Despedirme de ellos? —repitió,
escupiendo las palabras como si tuviera la boca
llena de trocitos de galleta masticados—. ¿Despedirme
de Karl y Daniel y Martin? —continuó, subiendo
peligrosamente el tono hasta casi gritar, algo que no
le estaba permitido dentro de casa—. ¡Pero si son
mis tres mejores amigos para toda la vida!
—Bueno, ya harás nuevas amistades —dijo Madre
quitándole importancia con un ademán, como si
fuera fácil encontrar a tres mejores amigos para toda
la vida.
—Es que nosotros teníamos planes —protestó
él.
—¿Planes? —Madre enarcó las cejas—. ¿Qué
clase de planes?
—Eso no puedo decírtelo —contestó Bruno,
ya que sus planes consistían en portarse mal, sobre
todo al cabo de unas semanas, cuando terminara el
curso escolar y empezaran las vacaciones de verano.
Entonces no tendrían que pasar todo el día sólo haciendo
planes, sino que podrían ponerlos en práctica.
—Lo siento, hijo, pero tus planes tendrán que
esperar. No tenemos alternativa.
—Pero...
—Basta, Bruno —espetó ella con brusquedad,
poniéndose en pie para demostrarle que lo decía en
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serio—. Precisamente la semana pasada te quejabas
de cómo habían cambiado las cosas en los últimos
tiempos.
—Bueno, es que no me gusta que ahora haya
que apagar todas las luces por la noche —admitió
él.
—Eso lo hace todo el mundo. Así nos protegemos.
Y quién sabe, quizá estemos más seguros si nosj
marchamos. Bueno, ahora quiero que subas y ayudes
a Maria a hacer tus maletas. No tenemos tanto tiempo
como me habría gustado para prepararnos, gracias
a ciertas personas.
Bruno asintió y se alejó cabizbajo, consciente de
que «ciertas personas» era una expresión que utilizaban
los adultos y que significaba «Padre», y que él no
debía emplearla.
Subió despacio la escalera, sujetándose a la barandilla
con una mano mientras se preguntaba si en
la casa nueva de aquel sitio nuevo donde estaba el
trabajo nuevo de su padre habría una barandilla tan
fabulosa como aquélla para deslizarse. Porque la barandilla
de su casa arrancaba del último piso —justo
enfrente de la pequeña buhardilla desde donde, si se
ponía de puntillas y se aferraba al marco de la ventana,
podía contemplar todo Berlín—, discurría hasta
la planta baja y terminaba justo enfrente de la enorme
puerta de roble de doble hoja. Y no había nada
que a Bruno le gustara más que montarse en la barandilla
en el último piso y deslizarse por toda la casa
haciendo «zuuum».
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Bajaba desde el último piso hasta el siguiente,
donde se encontraban el dormitorio de sus padres y
el cuarto de baño grande que no le dejaban utilizar.
Continuaba hasta el siguiente, donde estaba su
dormitorio y el de Gretel, y el cuarto de baño más
pequeño que sí le dejaban utilizar y que en realidad
habría debido utilizar más a menudo.
Y seguía hasta la planta baja, donde se caía del
extremo de la barandilla. Debía aterrizar con los dos
pies si no quería recibir una penalización de cinco
puntos y verse obligado a empezar de nuevo.
La barandilla era lo mejor de la casa —eso y que
los abuelos vivían muy cerca—. Cuando reparó en
aquello, Bruno se preguntó si ellos irían también al
sitio del nuevo trabajo y supuso que sí, porque ¿cómo
iban a dejarlos allí? A Gretel nadie la necesitaba mucho
porque era tonta de remate —todo habría sido
más fácil si ella se hubiera quedado al cuidado de la
casa—, pero los abuelos... Hombre, aquello era muy
distinto.
Subió despacio la escalera hacia su dormitorio,
pero antes de entrar miró hacia abajo y vio a Madre
abriendo la puerta del despacho de Padre, que se comunicaba
con el comedor —y donde estaba Prohibido
Entrar Bajo Ningún Concepto y Sin Excepciones—,
y la oyó gritarle hasta que Padre gritó mucho
más fuerte que ella, poniendo fin a la conversación.
Entonces la puerta del despacho se cerró y Bruno no
oyó nada más, de modo que le pareció buena idea
volver a su habitación y encargarse personalmente
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de hacer las maletas; de lo contrario, María sacaría
todas sus cosas del armario sin cuidado ni consideración,
incluso las pertenencias que él había escondido
en el fondo del mueble y que eran suyas y de nadie
más.
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La casa nueva
Cuando vio su casa nueva por primera vez, Bruno
abrió los ojos desmesuradamente, sus labios formaron
una O y los brazos se le extendieron hacia los lados.
Era todo lo contrario de su antigua casa y no
podía creer que de verdad fueran a vivir allí.
La casa de Berlín estaba en una calle tranquila
donde había otras también muy grandes, y le gustaba
contemplarlas porque eran casi iguales a la suya,
aunque no idénticas, y en ellas vivían otros niños con
los que Bruno jugaba (si eran amigos) o a los que no
se acercaba (si eran rivales). La nueva, en cambio, estaba
aislada, en un sitio vacío y desolado, y no había
ninguna otra casa cerca, lo que significaba que no
habría otras familias en el vecindario ni otros niños
con los que jugar, ni amigos ni rivales.
La casa de Berlín era enorme, y pese a que Bruno
había vivido nueve años en ella, todavía encontraba
rincones y recovecos que no había explorado a fondo.
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Incluso había habitaciones enteras —como el despacho
de Padre, donde estaba Prohibido Entrar Bajo
Ningún Concepto y Sin Excepciones— en las que
apenas había curioseado. Sin embargo, la casa nueva
sólo tenía dos plantas: un piso superior donde estaban
los tres dormitorios y el único cuarto de baño, y
una planta baja donde se encontraban la cocina, el
comedor y el nuevo despacho de Padre (sujeto, presumiblemente,
a las mismas restricciones que el antiguo).
También había un sótano, donde dormía el
servicio.
Alrededor de la de Berlín había otras calles con
grandes casas, y cuando caminabas hacia el centro de
la ciudad siempre encontrabas personas que paseaban
y se paraban para charlar un momento, y personas que
pasaban con prisa y decían que no tenían tiempo de
pararse, aquel día no, porque aquel día tenían un
montón de cosas que hacer. Había tiendas con llamativos
escaparates y puestos de fruta y verdura con
enormes bandejas de coles, zanahorias, coliflores y
mazorcas de maíz. En algunos apenas cabían los
puerros, champiñones, nabos y coles de Bruselas; había
otros con lechugas, judías verdes, calabacines y
chirivías. A veces Bruno se plantaba delante de aquellos
puestos, cerraba los ojos y aspiraba sus aromas;
la dulce mezcla de efluvios de toda aquella materia
viva le producía un ligero mareo. Pero alrededor de
la casa nueva no había otras calles, ni nadie paseando
tranquilamente ni caminando con prisa, y por supuesto,
tampoco ninguna tienda ni puestos de fruta
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y verdura. Cuando cerraba los ojos, sólo notaba vacío
y frío alrededor, como si se hallara en el lugar
más solitario del planeta. Era como el fondo de la
nada.
En Berlín la gente sacaba mesas a la calle, y a veces,
cuando Bruno volvía caminando de la escuela
con Karl, Daniel y Martin, había hombres y mujeres
sentados a aquellas mesas, tomando bebidas espumosas
y riendo a carcajadas; la gente que se sentaba a
aquellas mesas debía de ser muy graciosa, pensaba
él, porque dijeran lo que dijesen siempre había alguien
que se reía. Sin embargo, la casa nueva tenía
algo que hizo pensar a Bruno que allí nunca se reía
nadie; que no había nada de qué reírse y nada de qué
alegrarse.
—Me parece que nos hemos equivocado —opinó
Bruno unas horas después de su llegada, mientras
Maria deshacía las maletas en el piso de arriba. (María
no era la única criada en la casa nueva: había otras
tres que estaban muy flacas y casi nunca hablaban entre
ellas, salvo esporádicos susurros. También había
un anciano que, según dijeron a Bruno, se encargaría
de preparar las hortalizas todos los días y servirles la
comida en el comedor, y que parecía muy desdichado
y un poco malhumorado.)
—A nosotros no nos corresponde pensar —dijo
Madre mientras abría una caja que contenía un juego
de sesenta y cuatro vasitos que los abuelos le habían
regalado cuando se casó con Padre—. Ciertas personas
toman las decisiones por nosotros.
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Como no sabía qué significaba aquello, Bruno
fingió no haberla oído.
—Me parece que nos hemos equivocado —repitió—.
Creo que lo mejor será olvidar todo esto y volver
a casa. La experiencia es la madre de la ciencia
—añadió, una frase que había aprendido hacía poco
y que le gustaba utilizar siempre que era posible.
Madre sonrió y colocó los vasos con cuidado encima
de la mesa.
—Te voy a enseñar otro refrán —dijo—: «Al mal
tiempo, buena cara.»
—Pues yo no veo que pongamos buena cara.
Creo que deberías decirle a Padre que has cambiado
de idea. Si no hay más remedio que pasar el resto
del día aquí, y cenar y quedarnos a dormir esta noche
porque todos estamos cansados, no importa, pero mañana
tendríamos que levantarnos temprano si queremos
llegar a Berlín antes de la hora de merendar.
Madre suspiró.
—Bruno, ¿por qué no subes y ayudas a Maria a
deshacer las maletas? —dijo.
—¿Para qué voy a deshacer las maletas si sólo vamos
a...?
—¡Sube, Bruno, por favor! —le espetó Madre,
porque al parecer no había inconveniente en que ella
lo interrumpiera a él, pero no funcionaba igual a la
inversa—. Estamos aquí, hemos llegado, éste será
nuestro hogar en el futuro inmediato y tenemos que
poner al mal tiempo buena cara. ¿Me has entendido?
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Bruno no sabía qué significaba «el futuro inmediato
», y así lo dijo.
—Significa que ahora vivimos aquí —explicó Madre—.
Y no se hable más.
Al niño le dio un retortijón; algo crecía en su interior,
algo que cuando ascendiera de las profundidades
de su ser y saliera al mundo exterior le haría
gritar y chillar que todo aquello era una equivocación
y una injusticia y un grave error por el que alguien
pagaría tarde o temprano, o que sencillamente
le haría prorrumpir en llanto. No entendía cómo habían
podido llegar a aquella situación. Él estaba tan
tranquilo, jugando en su casa, con sus tres mejores
amigos para toda la vida, deslizándose por la barandilla
de la escalera, intentando ponerse de puntillas
para contemplar todo Berlín, y de pronto se encontraba
atrapado allí, en aquella casa fría y horrible con
tres criadas que hablaban en susurros y un camarero
de aspecto desdichado y malhumorado, donde parecía
que nadie podría estar alegre nunca.
—Bruno, he dicho que subas y deshagas las maletas
ahora mismo —le ordenó Madre con aspereza.
El supo que hablaba en serio, así que dio media
vuelta y se marchó sin decir nada más. Las lágrimas
se le acumulaban en los ojos, pero no permitiría que se
vertieran.
Subió al piso de arriba y se giró lentamente, describiendo
un círculo completo, con la esperanza de
descubrir una pequeña puerta o un armario que más
tarde podría explorar, pero no había nada. En aquella
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planta sólo había cuatro puertas, dos a cada lado del
pasillo, enfrentadas. Una daba a su dormitorio, otra
al dormitorio de Gretel, otra al dormitorio de Madre
y Padre y otra al cuarto de baño.
—Este no es mi hogar y nunca lo será —masculló
al entrar en su habitación y encontrar toda su
ropa esparcida por la cama y las cajas de juguetes y
libros todavía por vaciar. Era evidente que Maria no
tenía claras sus prioridades—. Mi madre me ha dicho
que venga a ayudarte —dijo con voz-queda.
Maria asintió y señaló una gran bolsa que contenía
todos sus calcetines, camisetas y calzoncillos.
—Si quieres, separa todo eso y ve poniéndolo
en esa cómoda de ahí. —Señaló un feo mueble al
fondo de la habitación, junto a un espejo cubierto
de polvo.
Bruno suspiró y abrió la bolsa repleta de ropa interior.
Le habría encantado meterse dentro y confiar
en que cuando saliera habría despertado y se encontraría
de nuevo en su casa.
—«¿Tú qué piensas de todo esto, Maria? —preguntó
tras un largo silencio; siempre había sentido
simpatía por Maria, a quien consideraba una más de
la familia, pese a que Padre dijera que sólo era una
criada y con un sueldo excesivo, por cierto.
—¿De qué?
—De esto —dijo él, como si fuera lo más obvio
del mundo—. De que hayamos venido a un sitio
como éste. ¿No crees que hemos cometido un grave
error?
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—Yo no soy nadie para opinar sobre eso, señorito
Bruno —repuso Maria—. Tu madre ya te ha explicado
que el trabajo de tu padre...
—Jo, estoy harto de oír hablar del trabajo de Padre!
Es de lo único que se habla, la verdad. El trabajo
de Padre no sé qué y el trabajo de Padre no sé cuántos.
Mira, si ese trabajo significa que tenemos que irnos
de casa y que tengo que dejar la barandilla de la
escalera y a mis tres mejores amigos para toda la vida,
creo que Padre debería replantearse su trabajo, ¿no te
parece?
Entonces se oyó un chirrido proveniente del pasillo.
Bruno se asomó y vio cómo se abría un poco la
puerta de la habitación de Madre y Padre. Se quedó
paralizado. Madre seguía abajo, lo cual significaba
que Padre estaba allí y que quizá hubiera oído lo que
Bruno acababa de decir. Se quedó mirando la puerta,
casi sin atreverse a respirar, temiendo que Padre saliera
de repente para llevárselo abajo y leerle la cartilla.
La puerta se abrió un poco más y Bruno dio un
paso atrás al ver aparecer una figura, pero no era Padre.
Era un hombre mucho más joven y más bajo que
Padre, aunque vestía el mismo tipo de uniforme, sólo
que sin tantos adornos. Estaba muy serio y llevaba la
gorra firmemente calada. Bruno vio que tenía el pelo
muy rubio alrededor de las sienes, de un rubio casi
artificial. Llevaba una caja en las manos y se dirigía
hacia la escalera, pero se paró un momento al ver a
Bruno allí plantado, observándolo. Lo miró de arriba
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abajo como si fuera la primera vez que veía a un
niño y no estuviera muy seguro de qué hacer con él:
comérselo, hacer caso omiso de él o pegarle una patada
y echarlo escaleras abajo. Al final lo saludó con
un rápido gesto y siguió su camino.
—¿Quién era ése? —preguntó Bruno. Parecía un
joven tan serio y tan agobiado que debía de tratarse
de alguien muy importante.
—Uno de los soldados de tu padre, supongo
—contestó Maria, que al ver aparecer al joven se había
puesto muy tiesa y juntado las manos delante del
pecho como si rezara. En lugar de mirarlo a la cara,
había bajado la vista al suelo, como si temiera convertirse
en piedra si atisbaba sus ojos; no se relajó hasta
que el joven se hubo marchado—. Ya los iremos conociendo.
—Creo que no me cae bien. Parece demasiado
serio.
—Tu padre también es muy serio —observó Maria.
—Sí, pero él es Padre. Los padres han de ser serios.
Tanto da que sean verduleros, maestros, cocineros
o comandantes —añadió, enumerando todos los
trabajos que sabía que hacían los padres decentes y
respetables y sobre cuyos títulos había meditado en
numerosas ocasiones—. Y no me parece a mí que ése
sea un padre. Aunque se lo veía muy serio, eso sí.
—Bueno, es que tienen un trabajo muy serio
—suspiró la criada—. O al menos eso creen ellos. Pero
yo en tu lugar evitaría a los soldados.
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—Aparte de eso, no veo qué otra cosa puedo hacer—
dijo Bruno con tristeza—. Ni siquiera creo que
haya alguien con quien jugar que no sea Gretel. Menudo
consuelo. Gretel es tonta de remate.
De nuevo sintió ganas de llorar, pero se contuvo,
pues no quería parecer un niño pequeño delante de
Maria. Echó un vistazo al dormitorio, intentando
descubrir algo interesante. No había nada, o al menos
eso parecía. Pero entonces le llamó la atención
una cosa. En el lado opuesto al de la puerta había una
ventana que arrancaba del techo y se prolongaba a
lo largo de la pared, parecida a la de la buhardilla de
la casa de Berlín, sólo que no estaba tan alta. Bruno la
miró y pensó que quizá podría ver por ella sin necesidad
de ponerse de puntillas.
Se acercó poco a poco, con la esperanza de divisar
Berlín y su casa y las calles aledañas y las mesas
donde los vecinos se sentaban a tomar sus bebidas espumosas
y contarse historias graciosísimas. Avanzó
despacio porque no quería llevarse un chasco. Pero
como aquél era el dormitorio de un niño, no tuvo que
caminar demasiado para llegar a la ventana. Pegó la
cara al cristal y vio lo que había fuera, y esta vez, si
bien sus ojos se abrieron desmesuradamente y sus labios
formaron una O, sus manos permanecieron pegadas
a los costados porque algo le hizo sentir un frío
y un temor muy intensos.
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